martes, 10 de agosto de 2010

Tiempo de Matar, John Grisham

De los dos fanáticos y violadores sureños, el menor y el menos corpulento era Billy Ray Cobb. A los veintitrés años había cumplido ya una condena de tres en la penitenciaría estatal de Parchman por posesión de drogas con intención de traficar. Era un maldito que había sobrevivido en la cárcel a base de asegurarse un suministro regular de drogas, que, a cambio de protección, vendía, y a veces regalaba, a los negros y a los carceleros. En el año transcurrido desde que lo pusieron en libertad ganó dinero y su pequeño negocio de narcotráfico le había convertido en uno de los racistas sureños más prósperos de Ford County. Era en hombre de negocios con empleados, obligaciones y contratos; todo menos impuestos. En el concesionario Ford de Clanton se le conocía como el único individuo en los últimos tiempos que había pagado al contado una camioneta nueva. Dieciséis mil dólares contantes y sonantes por una lujosa Camioneta Ford de color amarillo canario, personalizada y con tracción en las cuatro ruedas. Las caprichosas llantas cromadas y los neumáticos todo terreno eran producto de un intercambio comercial y la bandera rebelde que colgaba de la ventana posterior la había robado a un fútbol de Ole Miss. Su camioneta era la propiedad que más enorgullecía a Billy Ray. Sentado sobre la cola de la caja, tomaba una cerveza, se fumaba un porro y contemplaba a su amigo Willard, que disfrutaba de su turno con la negrita

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